"Vive con honor, muere con gloria" por Velkan Corvinus


Por Velkan Corvinus
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Cuenta la leyenda que cierta noche llegó un anciano a la corte del rey Olaf Tryggvason. Sus rasgos indicaban que era de noble cuna, pero algo en su porte y su andar le daba un aire extraño, etéreo, muy impropio de un anciano.

 

Iba envuelto en una capa oscura, negra como las plumas del cuervo, y un sombrero de ala ancha le cubría los ojos.

 

Después de cenar el rey se dirigió al anciano y lo interrogó sobre las aventuras de su vida. El viejo respondió ambiguamente, aunque aclaró que su vida había sido extremadamente larga. De sus muchas habilidades solo conservaba dos: el arpa y el arte de contar historias.

 

El fuego crepitaba en la noche, saboreando la dura madera boreal mientras las sombras lamían las paredes del castillo. Los hombres se reunieron alrededor del anciano. Afuera, salvo el ronco aullido de algún lobo en el descampado, no se oía nada.

 

El anciano se sentó de espaldas a las llamas, de manera que los oyentes vieran su figura recortada: una sombra espectral encorvada por los años, vencida y desgastada por el recuerdo de mil desgracias y efímeras alegrías.

 

Sus dedos acariciaron el arpa. La música flotó sobre los hombres y en cada oído latió con una melodía diferente. Habló de Naglfare y el barco construido con las uñas de los muertos, de los Elfos y los Nueve Mundos, de Tyr, el dios manco, de los Einherjers, el ejército de un solo hombre, de los Ases y los Vanes y las Valquirias, habló de Mjolnir, el martillo de Thor, de Gleipnir, de Seid, del fabuloso Skidbladnir; habló, en un murmullo, del avaro dragón que duerme sobre las joyas y de un río que también es sepulcro de tesoros.

 

Cantó todas las cosas maravillosas que pueden decirse con palabras. Los hombres temían respirar. Nadie deseaba quebrar el encantamiento. La música, derramada en los oídos, despertaba en los oyentes los ecos imprevisibles de la memoria. Algunos veían a sus madres susurrándoles dulces y tristes historias, otros eran transportados al hogar de la abuela mientras narraba heróicas hazañas de ancestros olvidados. Pero a todos los unía una sensación en común: la certeza de que todas aquellas cosas; el fuego, el viejo, el castillo, y acaso el Midgard, la mismísima Tierra Media, algún día terminarían.

 

Y así trascurrió la noche, entre nostalgias y melancolías, hasta que el anciano relató por fin el nacimiento de Odín.

 

Dijo que las Tres Mujeres (que no deben nombrarse) auguraron que el niño no viviría más tiempo de lo que tardaría en consumirse la vela que iluminaba pálidamente el recinto.

 

Con la rapidez que provoca el terror los padres de Odín apagaron la vela para que el niño no muriera.

 

El rey Olaf, quien se había convertido a la fe católica, declaró que la historia era falsa. El anciano torció la boca en una mueca que bien podría haber sido una sonrisa. Luego buscó entre los infinitos pliegues de su capa y la presentó ante los hombres: una vela a medio consumir.

 

La depositó sobre la mesa y anunció:

 

—Quien tenga el valor para matar a un dios ya sabe lo que debe que hacer.

 

El viejo abandonó el salón y se perdió en las heladas sombras que preceden al amanecer.

 

Los hombres se miraron. Nadie se movió. El afuera reanudó su marcha mientras el orgulloso rey se puso de pie, tomó la vela, y la encendió.

 

El tiempo se hizo pesado, pegajoso, como si todo fuese un sueño. La vela, colocada en el centro de la mesa principal, se consumía lentamente.

 

Cada hombre presagiaba un final diferente. Algunos imaginaban que el cielo se rompería, que de las nubes quebradas caerían infaustos rayos para castigar tamaño sacrilegio.

 

El tiempo transcurrió. Un gallo cantó a lo lejos anunciando a la aurora. Llegaron las primeras luces del día y los corazones se calmaron.

 

La vela estaba consumida.

 

Yacía sobre la mesa, inerte, como los dioses de antaño.

 

Los hombres se desperezaron, cada uno con la intención de dirigirse hacia sus hogares. El rey, siguiendo las reglas de la hospitalidad, los acompañó hasta sus monturas. Salieron y el frío de la mañana les bañó el rostro. Un cielo azul los cobijaba. Caminaron con pasos vacilantes hasta que lo vieron:

 

El anciano yacía muerto sobre la hierba.

 

Su piel, ajada por los años, mostraba evidencias de haberse quemado, o consumido, como una vela.

 

La leyenda sugiere que el anciano muerto era en realidad Odín, o al menos así lo refieren los maestros de la tradición. Desde aquí nos atrevemos a una interpretación diferente.

 

El anciano representa al último creyente de una fe abandonada. Muere solo y desacreditado porque sólo él cree en los antiguos dioses. Ya no queda otro. Nadie realiza ofrendas ni eleva plegarias.

 

No hay devotos sin un dios ni dioses sin devotos.

 

Odín murió, por cierto, pero no en la flamígera batalla del Ragnarok, sino cuando se consumió la vida de su último creyente.

 

 

 

 

Esta historia me lleva a un pensamiento, como hombres de la actualidad, como Hombres de Antaño de la Nueva Edad, que es como me gustaría que nos recordaran, hombres que a pesar de haber nacido en un siglo de modernidad globalizadora y capitalista, decidimos negarnos a integrarnos en esta sociedad podrida, buscando y regresando a las raíces de nuestros abuelos y nuestros ancestros, buscando ser lo que un hombre era de verdad antes de vendernos la idea del hombre burgués exitoso o el inflado con esteroides.

 

Veo como la cultura social es la que rige las interacciones y el comportamiento de la gente. Veo como los hombres buscan desesperadamente ser “emprendedores”, en términos burgueses, para demostrar al mundo que son “Alfas” u hombres. Veo como buscan inflarse con ejercicios poco naturales o con químicos hacerse de músculos inútiles para la resistencia o el combate real, para así ser considerados atractivos para las mujeres y verse “como debería de verse alguien masculino” olvidando que, si miramos atrás, los más fuertes son los que ni siguiera aparentaban tener fuerza y los más alfas son los que pagaban sus éxitos con sangre o sudor. Veo como las nuevas camadas adquieren su masculinidad o se sienten muy hombres en antros con música basura, vestidos como prostitutas con pene y cortejando a las mujeres como un perro que suplica por un trozo de carne.

 

Veo como las mujeres se enorgullecen de ser el origen de miles de masturbaciones en su nombre a consecuencia de sus fotos, que sin importar si son menores de edad, posan como verdaderas strippers. Veo como buscan ser las más putibuenas, porque el mundo les ha dicho que para ser consideradas unas mujeres de verdad deben estar buenísimas y hacer sexo oral mejor que las profesionales. Veo como su espíritu y esencia está determinada en cuantos likes tienen sus fotos, en cuantos las desean coger o cuantos seguidores tienen, porque si no tienen eso, fallaron como mujer. Veo como beben alcohol como si no hubiera un mañana, bailan de formas tan primitivas como si quisieran que todo el mundo las violara, y como con sus “amigos” juegan a ver cuánto semen pueden tragar, al igual que el viajero sediento en el desierto al ver un pozo de agua.

 

Los valores han muerto y los portadores de éstos (los abuelos) están casi por abandonarnos o ya los han matado ignorándolos y olvidándolos. Los ancestros, a través sus descendientes más cercanos hacia nosotros, nuestros abuelos, son los portadores vivos de la Tradición, de los valores de la tribu traídos a nuestra era. Ya nadie se sienta con ellos y los escucha, ya nadie quiere escuchar las historias de un pasado glorioso y olvidado para recordarnos quienes somos, de dónde venimos y a donde deberíamos ir, salvo muy pocos de nosotros.

 

Es probable que seamos de las últimas tribus de la última generación que mantenga la Tradición como nuestra esencia. Roma tan majestuosa e inmortal, cayó ante el tiempo, tal vez nos toque a nosotros caer también. Somos los 300 de las Termópilas, que, aunque sabemos que no podremos ganar contra el enemigo numeroso, aún estamos firmes y de frente, hombro con hombro con nuestros hermanos y con las lanzas apuntando hacia el enemigo, pues ya lo que buscamos no es lograr la victoria, sino mostrar al de afuera que caeremos gustosamente por honrar aquello que ellos han olvidado.

 

El enemigo quiere que dejemos de ser lo que somos, que nos rindamos y nos unamos a este mundo sin futuro, que tiremos las armas, pues yo digo: ¡MOLON LABE!

 

 

 

-¿Quién soy yo, Gamelin?

-Es nuestro rey, señor.

-¿y confían en su rey?

-Sus hombres, mi señor, lo seguirán a cualquier final.

 


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